Dejamos atrás las fiestas navideñas para iniciar un nuevo año con retos, nuevos proyectos e ilusiones. Sin embargo, es interesante que, una vez pasado este periodo, nos podamos detener a reflexionar sobre el papel que el consumo, en toda la amplitud del concepto, toma en esta época.
A nadie se le escapa que las Navidades se han convertido en unas fechas que promueven especialmente el consumismo a todos los niveles. Regalos, comidas copiosas, y ¡cómo no!, abuso de todo tipo de sustancias tóxicas, entre las que destaca la omnipresencia del alcohol. Esta costumbre está tan generalizada que llega a extenderse a todos los públicos, comercializándose un nuevo producto que tiene como público objetivo a niños/as y a embarazadas, el champán sin alcohol.
“El Consumo, que hasta entonces solo había sido un momento particular de la actividad humana, pudo al fin convertirse en lo que actualmente es en todas partes: una forma de vida completa –la obsesiva y patética búsqueda del disfrute siempre diferido del Objeto que falta– reivindicado como tal en la práctica y celebrado en la fantasía como una contracultura emancipadora: ¡Todo y ahora mismo! ¡Considerad vuestros deseos como realidades! ¡Gozad sin límites y vivid sin tiempos muertos!”. (Jean-Claude Michéa, “La escuela de la ignorancia y sus condiciones modernas”, 2002, Ediciones Acuarela: Madrid).
En este sentido, en una sociedad que entiende el consumo como fuente de felicidad, es lógico que todos sus miembros deseen acceder a los bienes más preciados, aquellos restringidos. El alcohol, a pesar de gozar de una gran aceptación social, está restringido por razones de edad y salud en aquellos sujetos más vulnerables a sus efectos. Sin embargo, esta sustancia está asociada en el imaginario colectivo a momentos de celebración, felicidad y encuentro. Por otra parte, nuestra época se caracteriza por la impaciencia y la inmediatez, rasgos que se observan también en las nuevas generaciones, quienes, en este sentido, desean acceder a los estilos de vida y los rituales de celebración propios de los adultos.
De hecho, las conductas adolescentes, que tanto escandalizan a la sociedad, no dejan de ser un reflejo de este deseo de participar del mundo adulto, seguramente de una forma desmesurada y torpe, fruto de una imperiosa necesidad de ruptura con la infancia. Tendencias como el binge drinking, así como el abuso de las tecnologías de la comunicación, nos indican una ausencia de límites y la “desresponsabilización” de los adultos, y de la sociedad en su conjunto.
Todos estos elementos forman parte del discurso social ante el consumo de alcohol, y como podemos ver, resultan contradictorios y constituyen una doble moral que no facilita la transmisión de un mensaje educativo claro y coherente a las nuevas generaciones. Mientras que nos divertimos con la imagen del más pequeño de la casa brindando con una copa en su mano, nos escandalizamos con los excesos de los jóvenes que hacen botellón. El ejemplo del champán para niños/as puede resultar anecdótico, pero analizado desde un punto de vista pedagógico, es muy ilustrador de las contradicciones actuales en la educación.
Precisamente el Carnaval, que hemos celebrado recientemente, festeja el exceso, la ocultación del individuo y la posibilidad de otras identidades y formas de actuar. En este día de celebración simbólica de la transgresión, observamos de nuevo la emulación de los mayores en la elección de los disfraces y personajes a imitar, pero también constituye en muchas ocasiones el primer contacto con la “fiesta” y, por lo tanto, un ritual de iniciación al alcohol. Tal como plantea Jaume Funes[1], en estos momentos es especialmente importante la función educativa y normativa de los padres, que regula y acompaña en el aprendizaje de un consumo responsable. Si, por el contrario, dimitimos de esta función y hacemos una “excepción” o paréntesis educativo, ¿qué mensaje transmitimos?
La apuesta debería ser por un modelo pedagógico basado en la coherencia y el respeto a las necesidades propias de la infancia, que, por si nos hemos olvidado, constituye una fase especialmente vulnerable del ciclo vital y determinante en la construcción del sujeto. Por este motivo, resulta necesario estar especialmente atentos a los modelos y mensajes que transmitimos, que, por otra parte, también promueven roles y estereotipos de género, como es el caso de los salones de belleza para niñas. El caso de Kristina Pimenova, la niña que con solo 9 años trabaja como modelo y es considerada la “niña más bella del mundo”, ha generado polémica también sobre la sexualización de las menores. Ejemplos como éste resultan invasivos y promueven rituales que no son propios del niño, sino del mundo adulto.
Desde nuestro punto de vista, la prevención de las adicciones constituye una de las principales líneas estratégicas de trabajo, siendo la infancia y la adolescencia etapas vitales idóneas para realizar un trabajo preventivo y educativo que aumente los factores de protección y disminuya los de riesgo de cada individuo.
Elena Guerrero.
Educadora del Centro de Día de Adicciones FSC