El próximo 17 de octubre es el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza declarado por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1993. Desde el Centro de Acogida e Inserción (CAI) en Alicante, gestionado por FSC desde el año 2002, queremos compartir con vosotros un debate en torno a este tema que nos acompaña a lo largo de varios siglos de historia.
El tratamiento de la pobreza o su erradicación
Hay que remontarse al siglo XVI para observar el proceso de reforma de la asistencia a los pobres y marginados en Europa que, hasta entonces, era potestad exclusiva de las distintas órdenes religiosas y atendía a una concepción de pobreza estructural que santificaba la pobreza, tanto por lo que hacía a la suerte del desheredado como por lo que implicaba de obligación en la piedad y la limosna para las clases más pudientes. Esta concepción de la pobreza era fundamentalmente estática, no concebía por norma ningún proceso de mejora, reeducación o reinserción de la miseria, sino que la contemplaba como una parte fundamental de la comunidad a la que la divina providencia ponía a prueba. En lo fundamental, las divisiones sociales se mantenían estables. La pobreza voluntaria y el servicio a la comunidad permanecieron en la base de la cultura cristiana occidental hasta la época de la Reforma. Prueba de ello serían las distintas órdenes mendicantes que recorrían el mundo europeo durante la baja Edad Media, y la pervivencia de la institución de la limosna hasta nuestros días.
Solo con la introducción de la idea de la perfectibilidad humana, del progreso material como forma de ascenso moral y de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos (emparentada con las primeras formas del Estado moderno), se abrirían paso lentamente, durante casi cuatro siglos, las ideas de una asistencia pública, laica, y orientada hacia una erradicación definitiva de la pobreza estructural. La idea de la dignificación de la condición humana implicaba a su vez la instrucción de ciudadanos para la República y el aumento de la productividad de cada país en los albores del proceso de industrialización y el comercio a escala planetaria.
Es con el proceso de urbanización y generalización de la industria durante el siglo XIX cuando la miseria urbana de familias obreras llegadas a las ciudades, y la formación de grandes bolsas de pobreza, crearán las imágenes de las masas hambrientas y desposeídas que amenazaban el orden social. La idea de aquellas “clases peligrosas” llevará de un lado a la reforma filantrópica y a la ordenación exhaustiva del espacio urbano (como la que llevó a cabo Haussmann en París), y de otro a la inspiración revolucionaria que ya no entendía la pobreza como santidad ni la reforma institucional y filantrópica como solución a la denominada “cuestión social”, sino que veía en la transformación social la única esperanza para los desheredados del nuevo mundo urbano e industrial que se gestó durante el siglo XIX y parte del XX.
En nuestros días, la discusión sobre si la condición del pobre es una falta individual a la que la caridad debe atender o un problema que el Estado social debe erradicar, vuelve a plantearse bajo argumentos distintos. Varios autores como Loïc Waquant (Las cárceles de la miseria), David Harvey (Urbanismo y desigualdad) o, desde otro punto de vista, José Manuel Naredo (Raíces económicas del deterioro ecológico y social), han demostrado que los procesos sociales de empobrecimiento que afectan a las comunidades y a los sujetos forman parte de un conjunto de relaciones globales, y que los enfoques centrados en la trayectoria individual o en las condiciones subjetivas de supervivencia (en los denominados «estilos de vida»), son inoperativos para explicar procesos de largo alcance que afectan al conjunto de unas sociedades desarrolladas cada vez más integradas e interdependientes.
No obstante, durante los últimos decenios, las teorías de corte economicista y arraigadas en escuelas de pensamiento individualistas, pusieron el acento en la responsabilidad del sujeto, en su toma de decisiones y en las dimensiones subjetivas de la pobreza. Estas elaboraciones, aun considerando sus aportaciones al tratar de abordar aspectos de la pobreza que no solo se refieren al acceso a determinadas rentas o ingresos, fueron esgrimidas a menudo para depositar en el comportamiento individual la explicación de cualquier proceso de exclusión social, y en algunos casos para criminalizar la pobreza; como sostuvo Wacquant, en algunos lugares se pasó de la red asistencial a la redada policial.
Los resultados de la aplicación de políticas basadas en estos supuestos han sido desastrosos para amplias capas de la población, y han agravado las consecuencias de la polarización social. Además, se dan en un escenario en el que las comunidades y los sujetos han visto deteriorados sus lazos de solidaridad más valiosos. Los frenos institucionales a la situación de declive económico se muestran impotentes para contener el ascenso de los índices de pobreza (relativa y absoluta) en los países más desarrollados, y la situación a escala mundial es trágica. Según el Banco Mundial, en su informe de 2013, 1.220 millones de personas viven con menos de 1,25 dólares diarios.
En España hay tres millones de personas en situación de «pobreza severa» (con ingresos menores de 307 euros al mes), que representan el 6,4% del total de población (en 2007 representaban el 3,5%). La población que se sitúa por debajo del umbral de pobreza asciende al 20,4% del total, y la que se encuentra en riesgo llega hasta el 27,3%, según datos de la Encuesta de Condiciones de Vida, difundida por el INE en mayo de este año.
El concepto de exclusión social
El término «exclusión social» fue acuñado por Robert Castel en su estudio La metamorfosis de la cuestión social (1977), para dar cuenta de procesos que escapaban a una conceptualización «clásica» de la pobreza como falta de recursos económicos. Así, las dimensiones de la exclusión social daban cuenta de aspectos como la discriminación por género, raza, nacionalidad, orientación sexual, nivel educativo, confesión religiosa, etcétera, y hacía hincapié en la naturaleza de «proceso», es decir, de las condiciones sociales que delimitan en un momento histórico la integración o no de sujetos, grupos y comunidades dentro de la sociedad global. Castel recogía así la nueva «cuestión social» que surgía de la culminación de las sociedades más desarrolladas, en las que, por primera vez, los recursos a nivel mundial podrían ser suficientes para erradicar la pobreza, y sin embargo los índices de desigualdad seguían creciendo, mientras grupos y comunidades enteras continuaban sometidos a procesos de exclusión.
A pesar del enfoque innovador que supuso tratar los procesos de exclusión desde un punto de vista histórico y relacionado con las estructuras sociales que definían el acceso o la marginación de una participación social efectiva, con el tiempo, la categoría «exclusión social», quedó reducida a un estado o una forma de vida en el que los sujetos caían por causas atribuibles a su conducta. Efectivamente, el hecho de que las estructuras sociales y los privilegios se mantengan, hace que el imaginario social sea también difícil de modificar, por más que los conceptos o los términos técnicos varien. En la medida en que algunas metáforas siguen funcionando socialmente, nuestras prácticas no pueden rebasar ciertos límites. En este sentido, Naredo acierta cuando dice que para ir a la raíz de las causas del deterioro social habría que cambiar la metáfora que habla de producción y crecimiento, por otra que hable de adquisición y desposesión.
Personas sin Hogar: ¿hacia un cambio de paradigma?
El trabajo con Personas sin Hogar ha atendido también a estos cambios en la «cuestión social» y al uso de determinadas metáforas o conceptos que condicionan las prácticas profesionales y conforman un imaginario social común. La caracterización del homeless, de la persona sin techo o sin hogar, ha recorrido también el camino hacia una conceptualización más adaptada a la realidad de las sociedades industrialmente avanzadas, pero no por ello ha podido superar las barreras simbólicas que mencionábamos antes. De este modo, el término «sinhogarismo», que en principio trataba de contemplar las múltiples dimensiones de la problemática de las personas sin hogar, se fue convirtiendo en una categoría estanca, referida a una especie de forma de vida marginal que abarcaba la totalidad de la vida de la persona que sufre la carencia de vivienda (los «ismos» tienden a tomar la parte por el todo). Como decíamos antes, al no modificarse las estructuras sociales (en este caso las del acceso a la vivienda y la propiedad urbana), el problema quedaba intacto a pesar de que los términos variasen.
En los últimos años, sin embargo, asistimos a los intentos de realizar un cambio de paradigma en las formas de intervención con Personas sin Hogar, que han tenido sus primeras experiencias en el ámbito europeo desde 2010. En un primer término, la Comisión Europea adoptó la tipología ETHOS sobre exclusión residencial elaborada por FEANTSA (la Federación Europea de Asociaciones Nacionales que trabajan con las personas sin hogar). Esta tipología hacía hincapié en los fenómenos de exclusión residencial, orientando sus esfuerzos de conceptualización no tanto en los sujetos o las estrategias individuales de supervivencia como al tipo de acceso a la vivienda y cómo afecta este acceso restringido a los procesos de exclusión. El cambio suponía centrar el problema en la vivienda, más que en el «tratamiento» previo para acceder a ella. Es decir, se pasaba del «treatment first» al » Housing First»:
«The main elements of the Housing First approach have to be seen in contrast to approaches requiring ‘treatment first’ and/or moving homeless people through a series of satages (staircase system) before they are ‘housing ready’.»
Este paso por «etapas», o peldaños de una escalera que va desde el albergue hasta la vivienda «normalizada», atiende al concepto de sinhogarismo que sigue poniendo el énfasis en el tratamiento individual, dejando en un segundo plano las estructuras sociales de acceso restringido a la vivienda, y minimizando la importancia del ámbito comunitario (que se basa fundamentalmente en las relaciones de vecindad) para una participación efectiva en la vida social.
La perspectiva centrada en la estrategia «Housing First», por el contrario, equilibra esta situación defendiendo que la vivienda es un derecho inalienable y que, a partir de asegurar este derecho y desarrollar los apoyos profesionales necesarios, la erradicación del problema de las personas sin hogar es un objetivo no sólo deseable sino alcanzable.
Este enfoque del problema de las personas sin hogar se basa en 8 principios fundamentales: 1-la vivienda es un derecho humano fundamental; 2-respeto y empatía para los receptores de ayuda; 3-compromiso de trabajar con la persona durante todo el tiempo que necesite; 4-alojamiento individual estable en apartamentos; 5-separación de la vivienda de los servicios profesionales de apoyo; 6-elección propia y autodeterminación para el tratamiento; 7-acompañamiento en la recuperación; 8-reducción del daño.
Los primeros resultados de las experiencias piloto en cinco ciudades europeas (Amsterdam, Budapest, Copenague, Glasgow y Lisboa), están recogidos en el artículo del que se ha extraído la cita anterior.
Las conclusiones del estudio de estos resultados hablan con prudencia del éxito que la estrategia «Housing First» puede tener en la erradicación de la exclusión residencial. Los datos de las cinco experiencias no resultan del todo extrapolables, y sería necesario tener mediciones longitudinales para extraer conclusiones definitivas. Además, se estima imprescindible la estrategia «Housing First» se adapte a las distintas condiciones locales, atendiendo al mercado privado de la vivienda, las políticas públicas de acceso a la vivienda o la existencia previa de recursos especializados como albergues temporales, centros de día, etcétera. Por lo que la obtención de resultados bajo distintas condiciones también limita la posibilidad de ofrecer análisis comparados.
Sin embargo, sí se ha podido constatar para las cinco experiencias que la tasa de mantenimiento de la vivienda en casos que necesitan apoyo profesional (sobre todo el estudio se centra en personas con problemas de salud mental o de abuso de drogas) son muy altos. La forma de medición del éxito de la intervención pasa por tanto también a centrarse en la vivienda, siendo el mantenimiento de la misma aquello que define, lógicamente, la consecución del objetivo de la intervención. En todo caso, se constata que no basta con la vivienda, sino que la combinación de la estrategia que plantea la «vivienda primero» y el apoyo terapéutico, a partir de consolidar el alojamiento individual en un apartamento sin condicionarlo al tratamiento, tiene perspectivas de éxito mucho mayores que el tratamiento habitual basado en el modelo «escalera» o «tratamiento primero».
Este cambio de paradigma en la intervención con personas sin hogar está en sus inicios, y todavía es pronto para medir su efectividad en el contexto europeo. Todo indica, no obstante, que la aproximación al problema a partir de la estrategia «Housing First» dota de herramientas conceptuales diferentes y, sobre todo, dignifica la atención y facilita la intervención técnica. Su adopción en EE.UU. hace casi dos décadas, está siendo seguida ahora en Europa, y algunas organizaciones en España comienzan a adoptar esta perspectiva de trabajo.
Como sostiene el informe de julio de 2009 de la National Alliance to End of Homelessness (EEUU), adoptar el enfoque «Housing First» requiere de un cambio organizacional importante, de la alineación de distintas instancias sociales en el ámbito local, y de un cambio en las formas de intervención profesional que suponen un gran reto. Sin embargo, puede que el intento por adoptarlo y afrontar ese reto sea el principio de un verdadero esfuerzo por la erradicación del problema y no de su mera gestión.
Juan M. Agulles, sociólogo, coordinador Técnico del Centro de Acogida e Inserción para Personas sin Hogar