Parece que el debate en torno al consumo de drogas y su regulación está cobrando una renovada vigencia de la mano de los clubs cannábicos y de algunas propuestas legislativas que abogan por despenalizarlo, como sería el caso de Uruguay. Una vez más confluyen en este tema múltiples dimensiones que nos advierten de la complejidad del mismo y que nos invitan a la prudencia, prudencia que no debe confundirse con el temor a abrir un diálogo.
Los aspectos legales, médicos, culturales, económicos… enriquecen la mirada sobre la cuestión aunque, en ocasiones, dificultan también ubicar cada posición y articular una respuesta menos ideologizada y más acorde a la realidad de nuestro contexto.
Un tema donde estas contradicciones aparecen de forma notoria es cuando nos referimos al consumo de drogas por parte de los/as jóvenes. En este sentido, los medios de comunicación se han hecho eco también en las últimas semanas de diversas noticias que daban cuenta del aumento de consumo de cannabis entre los jóvenes. En concreto, el domingo 28 de junio, el Periódico recogía en su portada que “la marihuana pone en riesgo a 83.000 jóvenes”. En nuestra opinión, estos datos probablemente han de ponerse en relación a otros aportados recientemente en relación al consumo de alcohol. Así, el pasado mes de marzo se presentó la Encuesta Estatal sobre uso de drogas en estudiantes de Enseñanzas Secundarias (ESTUDES) correspondiente al período 2012-2013, donde se recogían algunos datos que consideramos motivo de preocupación, no solo en cuanto a la edad de inicio de consumo (que se mantiene estable en la franja de 13 a 16 años), sino también en cuanto a la propia percepción del consumo, el botellón y las borracheras.
Desde la mirada profesional, ¿qué podemos decir de este consumo de drogas en los jóvenes?, ¿ha de ser motivo de preocupación?
En primer lugar, hemos de destacar que, si algo hemos aprendido a lo largo de nuestra experiencia es que la relación de cada persona con el consumo de drogas es particular, dinámica y sujeta a cambios. Justamente ese es el motivo por el cual podemos intervenir, porque siempre existe la posibilidad de operar un giro en esa relación. No es la sustancia la que hace al adicto ni tampoco es el consumo puntual el que le convierte en dependiente. El proceso, su duración, intensidad y posible virulencia guarda relación con multiplicidad de variables de carácter subjetivo y también social. La relación que cada uno/a de nosotros/as mantiene con la norma y la ley, las estrategias y herramientas que tenemos para enfrentar el aburrimiento o la presión grupal, nuestra autopercepción… todas estas cuestiones se establecen en nuestro proceso de socialización, a través de la educación que recibimos en la familia, en la escuela, en nuestro grupo de iguales y, sin duda, en los valores y prácticas que se nos transmiten desde la comunidad social amplia.
Y aquí es donde queremos también poner la mirada. Los jóvenes no son seres al margen de la sociedad, forman parte de ella y son también hijos/as de una época. Quizá convendría, pues, interrogarse sobre el modelo de sociedad que compartimos, un modelo que se caracteriza, entre otros rasgos, por la inconsistencia de los vínculos sociales, el consumo voraz de toda suerte de objetos y la falta de integridad ética que genera a su vez desafección y falta de confianza en nuestras instituciones. Acaso algo de lo que les ocurre a esos jóvenes (que no son todos) guarda relación con este estilo de vida que cuestionamos tan poco. Acaso algo de la desafección y de la anestesia emocional (con la comida, con la medicación…) yace también en el sustrato de sus posiciones. Correspondería entonces aceptar una parte de nuestra responsabilidad como comunidad.
Y conviene hacerlo no solo desde la vertiente de asunción de responsabilidades sino también, y en especial en la acción social, desde la dimensión de apertura de posibilidades. Desde su inclusión en el espacio público (la expulsión de los jóvenes de éste es especialmente notoria en la ciudad) hasta su participación en la vida comunitaria y política, tenemos un amplio recorrido de mejora. Hemos de operar un tránsito desde esta asociación jóvenes-problema para convertirlo en algo menos problematizado y más plagado de promesa que de dificultad.
Ahora bien, este cambio no es un simple cambio de cartas en la línea del maquillaje conceptual que tanto se estila en nuestros días. Requiere de acciones valientes, innovadoras y diferentes que contemplen diversos aspectos que no podemos pasar por alto y que están jugando a su vez. Nos referimos en concreto a las políticas de ocupación y a los recorridos formativos. Un aspecto que se ha recogido estos días es la posible incidencia del consumo en la trayectoria escolar y formativa. A nadie se le escapa que el consumo de drogas en edades jóvenes resulta difícil de compatibilizar con los hábitos de estudio, con el esfuerzo y la continuidad. Ahora bien, resulta interesado y sesgado esgrimir éste como factor explicativo del denominado fracaso escolar. La creciente desigualdad social, la escasa incidencia de la institución escolar en los resultados académicos de los alumnos (todavía hoy el mayor predictor de “éxito” es el nivel académico de los padres y madres, especialmente de esta última), la falta de mecanismos que garanticen la equidad, la ausencia de indicadores de evaluación del profesorado… Es evidente que nos queda camino por recorrer para dotar de condiciones esa relación que el o la joven, puedan establecer con el saber y con el aprendizaje. Mucho del asombro y la curiosidad forman parte de nuestras ganas de vivir y ese es un aspecto que hemos de atender con especial mimo. Huelga añadir por otra parte que la falta de expectativas en cuanto al empleo o el acceso a puestos precarizados e inestables operan asimismo en una línea antitética a la reseñada erosionando la capacidad de ilusionarse por lo que está por venir.
Y aquí es donde el consumo de drogas puede jugar un rol determinante; no de manera absoluta pero sí importante. Efectivamente el consumo de drogas puede comportar efectos no deseados y no exentos de riesgos, especialmente cuando se trata de personas jóvenes. Ciertamente no hablamos sólo de la dimensión orgánica, de los efectos en el sistema nervioso (más “vulnerable” que el de una persona adulta en la medida que se encuentra todavía en proceso de maduración) sino también de la dimensión social. El estatuto de ilegalidad de algunas sustancias favorece el tránsito de los consumidores/as por espacios que discurren al margen de aquellos que supuestamente consideramos socializadores. Desde la acción profesional hemos de intentar incrementar la visión de riesgo asociada al consumo de alcohol y cannabis, no banalizarlo, pero hemos de reducir también los riesgos para cuando esta ingesta se produzca ofreciendo acciones de reducción de los daños que puedan derivarse de este consumo.
Las drogas han existido siempre. Hemos experimentado con ellas utilizándolas como remedio curativo, huyendo del dolor, buscando el placer, promoviendo otros estados de conciencia… y, para algunas personas, el consumo de drogas forma parte de ese tránsito a la edad adulta que hemos venido a denominar adolescencia, sin que por ello se configure como consumo problemático ni necesariamente se establezca una relación de dependencia con la sustancia en cuestión. Nuestra prioridad ha de ser justamente favorecer que esta situación no se cronifique, se pueda ubicar en su lugar y hacerlo desde un lugar técnico, ni moral ni ideológico.
Subdirectora del Área de Inserción social, Reducción de daños en drogodependencias y VIH-Sida de la Fundación Salud y Comunidad