Aporto a esa reflexión, que comparto plenamente, otra tarea necesaria, complementaria e igualmente urgente que permite además una cierta conciliación del término «empoderamiento» con los valores individualizadores propios de nuestra sociedad: la legitimación de la demanda de la persona sin hogar.
¿Qué demanda debe ser legitimada?, ¿dentro de qué límites debe legitimarse?, ¿ante quién debe legitimarse?, reflexionemos brevemente sobre ello.
¿Qué nos piden las personas sin hogar? A veces, simplemente, que se les deje en paz; en otras ocasiones, hay un cierto paquete de peticiones más o menos comunes: un techo (propiamente una vivienda, por más que nosotros, con frecuencia, solo podemos ofrecerles, en un primer momento, un centro de acogida), un trabajo (o los apoyos para conseguirlo), unos cuidados y servicios (manutención, atención sanitaria, social, psicológica, formativa, ocio, etc.). En ocasiones son formulaciones incompletas o poco realistas, es frecuente que haya necesidades objetivas más o menos evidentes pero que no forman parte de las prioridades o la verbalización de la persona: problemas de salud mental, control de adicciones, dinámicas personales o familiares destructivas, problemas con la justicia…; no obstante, jamás deberíamos perder de vista la legitimidad de la demanda formulada ni el derecho irrenunciable, salvo situaciones excepcionales, de decidir sobre la propia vida. Nadie debería ser privado de la posibilidad de equivocarse, derecho que, con hogar o sin él, todos ejercemos con cierta frecuencia.
A partir de lo anterior se nos presenta a los profesionales un dilema ético ante dos posiciones que pueden ser igualmente contraproducentes: la absolutización de la demanda como único criterio de la intervención frente a la sustitución de la misma por nuestro diagnóstico técnico sobre las necesidades del individuo. La primera, «hacemos según nos digas», nos lleva a ignorar, irresponsablemente, las dinámicas no verbalizadas que impiden el desarrollo de procesos de inclusión. La segunda, «yo te diré qué te pasa y qué necesitas», convierte al individuo en un receptáculo de nuestros valores, normas y deseos tratándolo como objeto de nuestra intervención y no como sujeto responsable de su vida.
¿Basta entonces con buscar un punto medio?… No es tan sencillo, en algunos casos la posición intermedia es insuficiente y en otros excesiva. La clave, en todo caso, estará en la capacidad de escucha: escuchar y legitimar lo que el individuo dice, escuchar el silencio de lo que no puede o no quiere decir, escucharnos también a nosotros, como profesionales de la intervención, en nuestro deseo, sutil o manifiesto, de que el otro diga aquello que nos gustaría escuchar. Esto nos obliga a moderar y modular nuestro afán de ayudar y, a la vez, a crear y revisar continuamente los métodos con los cuales realizamos los procesos de valoración, diagnóstico de necesidades o clarificación de la demanda. Pretender que atender en exclusiva a la demanda formulada por el individuo es empoderar y actuar según las necesidades detectadas es victimizar es una simplificación tan absurda como su contraria.
En esta legitimación de la demanda de la persona sin hogar hay además un segundo trabajo, volvemos otra vez al punto de partida del carácter comunitario del término «empoderar», se trata de trasladar y defender la demanda de cada persona sin hogar ante los diversos poderes: políticos, administrativos, mediáticos, económicos, etc. «Empoderar» entonces consiste en evitar la tentación de actuar «en nombre de», para hacerlo, más bien, «junto a» los ciudadanos sin hogar. Expresar la demanda juntos para que se dé por justicia (y no por conmiseración o presión vecinal) aquello a lo que todos los ciudadanos tenemos derecho… todo un reto compartido.
Fidel Romero Salord
Antropólogo
Apoyo Técnico de Dirección del Centro de Atención a Personas sin Hogar de Alicante
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