Entre legalización y prohibición caben fórmulas.
Un español maneja con destreza una tarjeta de crédito para preparar una dosis de cocaína; la Policía mexicana halla 14 cadáveres en una furgoneta; tres toneladas de opio afgano atraviesan Rusia; una madre colombiana entra en una prisión estadounidense para pasar la próxima década entre rejas por tráfico de estupefacientes; un joven neoyorquino muere de sobredosis en una fiesta y un marroquí lo hace en una patera al estallar la carga de su estómago. La secuencia no es real, que se sepa, pero algo parecido sucede cada día en todo el mundo. Son las consecuencias desiguales de un mismo tema, el vil aleteo de la mariposa o la teoría del caos. Las respuestas del tráfico de drogas, el mayor mercado del mundo.
Hace 40 años el presidente de Estados Unidos Richard Nixon se dirigió a la nación: “El enemigo público número uno de Estados Unidos es el abuso de las drogas (…) Declaro la guerra contra las drogas”. Estaba el entonces mandatario inmerso en el conflicto de Vietnam, una de las guerras más largas que se atribuyen a la superpotencia, pero aunque comúnmente olvidado, el frente que abrió Nixon en 1971 ha sobrevivido a todos sus sucesores. Hasta ahora, porque las cosas están empezando a cambiar.
Los primeros en hablar de fracaso en esta guerra fueron los expresidentes de Brasil, Colombia y México, Fernando Henrique Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, respectivamente. En los últimos meses, políticos en activo como el actual mandatario de Guatemala, Otto Pérez, o el de Colombia, Juan Manuel Santos, han seguido sus pasos para demandar la apertura de un debate sobre el tema, haciendo uso de la legitimidad que les otorga liderar los países que sufren la cara más trágica de las consecuencias de una guerra que suma víctimas a diario (aunque al sur del Río Grande). Honduras, con 82,1 homicidios por cada 100.000 habitantes, seguido de El Salvador, encabezan la lista mundial por tasa de homicidios. México, inmerso desde hace seis años en la guerra contra el narcotráfico, suma ya casi 50.000 muertos y ha incrementado su tasa de homicidios desde 2005 en un 65%, según datos de la ONU.
Su legitimidad, unida a las cifras y los muertos, ha obligado al presidente de EE UU, Barack Obama, a mover ficha. El runrún que alentaba a un debate en el continente americano estalló el pasado 14 de abril. Como no podía ser de otra manera, de la voz de un sucesor de Nixon. “Somos conscientes de nuestra responsabilidad en este tema y creo que es completamente legítimo entablar una discusión sobre si las leyes que están ahora en vigor son leyes que quizá están causando más daños que beneficios en algunos campos”. Habló Obama y todos entendieron: ha llegado la hora de hablar de drogas. El tema ya está en la agenda.
Sobre el incipiente debate que se abre, hay quienes defienden que la regulación de las drogas reduciría el tráfico y acabaría con un negocio que mueve 216.000 millones de euros anuales en todo el mundo, según la ONU; o 19.000 millones de euros solo en México durante 2009, según EE UU. Otros no ven cómo regular podría mejorar la seguridad. Entre ellos el presidente de El Salvador, Mauricio Funes, que considera que cualquier paso hacia la legalización “podría convertir a Centroamérica en un paraíso del tráfico y consumo de droga”. Funes aboga por implementar la ayuda para mejorar el nivel de vida de su país y luchar contra la pobreza y la exclusión. El debate en el continente americano no ha hecho más que empezar.
Si hay una palabra que se relaciona con la discusión sobre las drogas es legalización. Nada genera más rechazo o apoyo que abogar por ello. El presidente de Guatemala, Otto Pérez, fue el primero en pronunciarse ante un micrófono, mostrándose a favor, y el mismo Obama empezó su alocución en la Cumbre de las Américas del mes pasado marcando su posición en contra: “Legalizar no es la respuesta”.
Amira Armenta, miembro del Transnational Institute, un think tank internacional fundado en Amsterdam, explica que “la gente le tiene miedo a la legalización porque, presentada así, asusta”. Sin embargo, achaca a Pérez más un deseo de llamar la atención que de apoyar la legalización real. “Fue una presentación sobre todo mediática. Otto no dice ‘hagamos eso’, lo que dice es ‘discutamos eso’. Entre la actual política y la legalización hay muchas opciones. Habría que considerar las más realistas y con menos riesgos, que son concretamente las que tienen que ver con la despenalización y la discriminalización del consumo, del comercio y la producción”, argumenta.
La deriva que tome el debate es una incógnita para todos, pero las personas consultadas para este reportaje creen que la clave está en Estados Unidos. Después de una espera de años, nadie imagina que el cambio se produzca enseguida. Es más, con el actual presidente estadounidense inmerso en la precampaña electoral todos dudan de que haya una respuesta inmediata. “Obama no puede hablar de este asunto ahora, pero en un segundo mandato el campo es distinto. Tengo serias dudas de que sea un entusiasta promotor [de la regulación], pero sí creo que, en el fondo, no está en contra”, dice el presidente del Colectivo por una Política Integral hacia las Drogas en México, Jorge Hernández.
El experto estadounidense Peter Reuter considera que las drogas no son un tema de interés público para la sociedad estadounidense. “En las campañas presidenciales no se hablará nada de drogas”, augura este profesor de la Universidad de Maryland (EE UU), que sí pone el acento, sin embargo, en el cambio de actitud hacia la legalización de la marihuana, aunque “no hacia otras drogas”. A finales de 2010, California, uno de los 14 estados en los que la marihuana es legal para usos médicos, hizo un referéndum para decidir si se legalizaba el consumo y el cultivo. En una ajustada votación, un 56% de los electores votaron en contra y se rechazó la medida. Solo un año después, la encuesta Gallup aseguró que el 50% de los estadounidenses estarían a favor de la legalización de la marihuana. Hernández sostiene que si Obama llegara a apoyarla sería un buen punto de partida para el cambio de paradigma global respecto a todas las drogas.
El cannabis es, con mucho, la droga más consumida a nivel global. Entre 125 y 203 millones de personas de todo el mundo la consumieron en 2009, según datos de la ONU. Las cifras del consumo de todas las drogas se disparan hasta los 149 y 272 millones, lo que supone del 3,3% al 6,1% de la población de 15 a 64 años. “Es absurdo pensar que la demanda va a acabar aquí o allá, hay que aceptarla y trabajar en aras de la seguridad”, dice el presidente del Colectivo por una Política Integral hacia las Drogas en México.
Los especialistas hacen una clara diferenciación entre países productores y consumidores, para algunos lo que sirve para unos no sería bueno para los otros. Con el punto de partida marcado en la marihuana, valoran de forma desigual los beneficios reales que supondría la regulación para los países centroamericanos, que si bien no tienen un problema grave de consumo, sufren con la violencia la peor cara del tráfico de sustancias. “Al hablar de cambio de política se habla en realidad de legalización, regulación o despenalización de las drogas y, a pesar de que uno esté de acuerdo, la verdad es que no es un objetivo realista y a los países de producción y tráfico no nos serviría de mucho”, alerta el exguerrillero salvadoreño y experto en resolución de conflictos Joaquín Villalobos
Sin embargo, para el escritor mexicano Jorge Castañeda, que en “un mundo ideal defendería la liberalización total de todas las drogas”, que Obama regularizase la marihuana sí supondría un cambio importante, principalmente para México, gran exportador de cannabis al norte. “Los cárteles derivan parte de sus ganancias con la marihuana para extenderse y producir cocaína”, explica Castañeda. Eso no es suficiente para el politólogo mexicano especialista en temas de seguridad Alejandro Hope, que considera que en los países de América Latina los problemas de violencia y corrupción vinculados a las drogas “son un problema de cocaína”.
A la espera de ver qué votan los estadounidenses el próximo mes de noviembre, tímidos pasos del presidente Obama ya empiezan a materializar un incipiente cambio. Un nuevo enfoque y discurso. Nada más llegar de Cartagena de Indias (Colombia), donde pronunció sus palabras favorables al debate, el presidente de EE UU presentó un Plan Nacional de Drogas que por primera vez en 40 años ponía el objetivo en la prevención y el tratamiento de la drogadicción como una enfermedad más que en la acción policial. Solo unos meses antes, se conoció la rebaja de un 17% en 2013 respecto al año anterior en la inversión para la guerra global contra el tráfico de drogas, al pasar de 422 a 360 millones de euros.
El dinero estadounidense siempre ha financiado las guerras que libran los países centroamericanos contra las drogas. La más reciente, en México, comenzó con la Administración Bush y ha continuado con la de Obama. Tras seis años de guerra, desde la llegada al poder en México de Felipe Calderón, el consumo de drogas no ha caído y sobre el terreno, con el ejército desplegado en toda la República mexicana, el saldo humano se acerca ya a las 50.000 vidas. El presidente Calderón, de una manera más tímida que su homólogo colombiano, también es partidario de abrir el debate, aunque siempre se ha mostrado un acérrimo defensor del modelo prohibicionista. “Calderón es un cruzado antidrogas. Ahora es difícil que diga ‘mis muertos no sirvieron de nada, vamos a legalizar”, razona Castañeda.
Aunque para algunos expertos la política de Calderón ha sido un “rotundo fracaso” y una “carnicería”, que diría el escritor, Villalobos cree que “en algún sentido [la guerra en México] ha generado un sentido de urgencia para transformar la situación, hoy el estado tiene más capacidad que hace seis años, aunque eso no justifica que se haya hecho”. Así, defiende que el actual debate no se ha abierto por los últimos informes de la ONU o de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, como sí sostiene el experto colombiano Daniel Mejía, ni por las palabras de Otto Pérez o la mano tendida al diálogo del presidente Santos, sino por los “esfuerzos y sacrificios que México y Colombia han realizado para enfrentar al crimen organizado. Sin eso a EE UU y a muchos otros les seguiría sin importar el tema”. “Es falso que sea una alternativa al combate al crimen organizado. Lo progresista y avanzado en nuestro caso es que nos ocupemos de la construcción de Estado. Hay riesgo de que la demanda de legalización se convierta en un argumento para no hacer las reformas que se necesitan en seguridad y justicia en casi todos los países”, argumenta Villalobos.
La intervención militar es, por contra, para Hernández, una forma de “abdicación” del Gobierno y aboga por que “el Estado tome control de lo que está en manos del crimen”. Para el experto mexicano hablar de regulación “significa que, con o sin un marco prohibitivo, cada sociedad sea capaz de tener control del uso de las drogas legales o ilegales”. Habla de cambiar el uso de la fuerza por un enfoque social y preventivo. “El actual marco normativo supone que no existe ninguna otra forma de modelar la conducta de nuestra sociedad con respecto a sus prácticas, salvo la fuerza. Ha llegado la hora de ensayar nuevas cosas”, dice.
En esta línea, el profesor de la Universidad de Los Andes (Colombia) Daniel Mejía defiende la despenalización y la estrategia de poner el “énfasis en regular para quitarle los mercados al crimen organizado”. “El bloque centroamericano paga las consecuencias de la política de drogas que se impone. Esto no ha funcionado. ¿Por qué no pensar en un modelo para reducir los niveles de violencia?”, apoya Armenta desde Amsterdam.
Sin acuerdo sobre lo que está por llegar, sí hay consenso de que es ahora o nunca el momento de abrir un nuevo horizonte. El punto quizás más importante desde que Nixon declaró su guerra a las drogas. El inicio de algo que, como casi todo, empieza por una frase tan simple y a la vez tan difícil: “Hemos fracasado. Hablemos”.
Fuente: El País