Permanecer al borde de la herida

El equipo permanente del Centro de Acogida e Inserción para Personas sin Hogar de Alicante (CAI de Alicante), de titularidad municipal y gestionado desde 2002 por la Fundación Salud y Comunidad (FSC), está formado actualmente por auxiliares de servicios y técnicos auxiliares educativos más un grupo variable de sustitutos que garantizan, mediante un intrincado sistema de rotaciones la presencia educativa continuada en el centro de como mínimo dos profesionales, a veces tres, 24 horas al día, 365 días al año.

El cometido de este equipo está ampliamente desarrollado en protocolos de actuación que son revisados periódicamente. Quedan en su “hacer” tareas de distinta índole como es el control de accesos, la gestión de los servicios de duchas y consigna, la atención y cuidado de los espacios, la presencia nocturna en planta, la atención en el comedor, la primera acogida telefónica o presencial …

Siendo estas tareas imprescindibles, significativas y polifacéticas, este artículo no quiere abundar sobre ellas sino, más bien, llevar la reflexión al ser, al sentido de este equipo como presencia educativa permanente en el centro. Me apropio para ello de la expresión “existencia educativa” y de todo un juego de palabras que puede terminar de matizar y dar sentido a la idea: asistencia, consistencia, resistencia…  todas ellas afines a la raíz “sistere” (estar fijo).

Existir educativamente es asistencia, por lo menos en alguno de sus acepciones. Asistir al trabajo, permanecer en el centro (y puedo asegurar sin falsa humildad que, un día cualquiera, genera menos trastorno en el centro la ausencia del director que la de un compañero del equipo permanente). Asistir, etimológicamente “estar junto a” y lo que de allí podamos inferir: “ser-para-los-demás”, ayudar, aproximarse, salir al encuentro, generar ese encuentro, acoger, acomodar en el centro… este es quizás un lugar común, ya conocido… vamos más allá.

Existencia porque es un “estar desde”, donde la experiencia educativa no se define por una acción (la ayuda que se presta) sino por un posicionamiento, un lugar subjetivo a partir del cual se genera una relación que reconoce y reconstruye a una persona frente a otra persona. Es aquí donde la palabra consistencia cobra sentido. Es el “ser-para-sí-mismo”, no como un repliegue egocéntrico sino como una ardua y entrañable tarea de construirse como persona y profesional. La consistencia consiste en esto: no la herramienta, sino la mano que la sostiene; no la frase, sino el sujeto que se expresa, no el argumentario sino la inexcusable construcción personal del sentido, no lo que hacemos sino desde dónde lo hacemos…

Sé que vamos deprisa y casi a saltos, pero las líneas de este artículo son contadas y urge llegar más lejos. Lo fundamental de esta forma de existencia, la verdad, dolorosa y casi herética, alborotada y gritona, ocultada e ineludible, afilada y abrumadora, la intuición a la que quisiera llegar es esta: la esencia educativa es la de un “ser-para-la-muerte”, como enseñó Heidegger y como constatamos a diario por más que queramos mirar hacia otro lado. Si esto no es nombrado, toda relación de ayuda y toda construcción interior se viene abajo. El oficio del equipo permanente se desarrolla en el borde de la llaga, donde el tejido social ha sido erosionado hasta sangrar, donde la vida supura, donde incluso el propio centro no triunfa sino que, con frecuencia, apenas limita el daño. Es tocar el límite, la imposibilidad, el fracaso, la finitud. Pero es aquí, y solo desde aquí, desde donde realmente podemos fundamentar auténticamente nuestro existir educativamente, no en lo que llegamos a hacer en favor de los demás, tampoco en lo que logramos hacer por mejorarnos nosotros mismos, sino en la lucidez ante el fracaso y la resistencia al mismo.

Resistir no es ni una ilusión boba, ni una esperanza ingenua. Esta es la gran clave, el umbral donde el existir educativamente no se mide ya por el porcentaje de “consecuciones de objetivos” (¿los objetivos de quién?) sino por la capacidad de acompañar a las personas concretas en el fracaso social de la exclusión sin renegar de nuestro puesto. Esta es la “resistencia íntima”, con palabras del ensayista Josep Mª Esquirol, en su más que recomendable ensayo sobre una filosofía de la proximidad: resistencia al nihilismo y a la intemperie. Resistir no como lucha sino como serenidad, no como agitación sino como determinación, no como aplicación tecnológica sino como sabiduría y verdad íntima, no como inmovilismo sino como creatividad. Resistir como experiencia de la posibilidad de cada momento, aun desde la conciencia de la imposibilidad global. No es ni la huida, ni los cabezazos contra la pared, es la determinación de estar donde debemos estar, de permanecer con quienes debemos permanecer, sin confundirnos ni perder la esperanza, sin sucumbir ni al nihilismo ni a la locura, incluso ante la nada y la locura.

Escribiendo este artículo y precisamente tratando de digerir a Heidegger, ocurrió en el CAI un acontecimiento inesperado. Un residente, más bien joven, sin hogar, que llevaba apenas unos días con nosotros amaneció muerto en su cama. Este historia nos ha removido (resistir no es invulnerabilidad ni apatía, es una forma de estar vivo, radicalmente vivo). ¿Qué hicimos por él mientras vivió? Prácticamente nada, y ahora ya nada haremos. Pero estuvimos allí, el equipo permanente estaba cuando esa noche subió a la habitación y seguía estando cuando a la mañana siguiente no llegó a levantarse. No hay imagen que haga más visible este ser-para-la-muerte que asistir al levantamiento de un cadáver… y sin embargo es precisamente allí, donde se manifiesta la resistencia de este equipo, el valor de la permanencia cuando el hacer ha quedado absolutamente agotado. Estábamos allí, esta ha sido nuestra aportación, asegurar con nuestra presencia que este acontecimiento no es un dato aséptico sino experiencia compartida, duelo presenciado, silencio habitado.

A estas alturas el tratar de fundamentar la función educativa del equipo permanente solo en su utilidad práctica dentro del complejo engranaje del CAI, en sus competencias técnicas o en la aplicación de la normativa del centro es entender poco o nada de lo que estamos hablando. No vale siquiera apelar a que el equipo permanente aporta una visión educativa sobre el conjunto de la convivencia (a diferencia del equipo técnico que lo haría sobre los procesos individuales), todo ello es parcial, inexacto, insuficiente e incluso desenfocado. La existencia educativa va mucho más allá y se fundamenta más bien en esta forma de permanencia asistente, consistente y resistente que hemos esbozado.

¿Es pues el equipo permanente del CAI de Alicante un equipo educativo? No queda otro remedio que dar una respuesta compleja a una pregunta compleja: lo es ya…pero todavía no. Añadamos además, que jamás lo será si obviamos que el adjetivo “educativo” se apoya ineludiblemente en el sustantivo “equipo”. En ello estamos, muchos de nosotros, institucional, profesional y vitalmente comprometidos. Esta reflexión sigue y debe seguir todavía abierta.

Fidel Romero Salord
Director del Centro de Acogida e Inserción para Personas sin Hogar de Alicante

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