Las relaciones perpetúan patrones sexistas. “Creía que la violencia de género era solo cosa de adultos”.
“¿Si me acuerdo de la primera vez?”. Cristina entorna los ojos. Aún medio cerrados siguen siendo grandes, marrones y brillantes. “No sé… Empezó poco a poco. Tirones de pelo alguna vez, empujones… Una tarde que estábamos en un parque se enfadó y empezó a pegarme puñetazos en los brazos y en la tripa. Luego se puso a llorar. Me asusté tanto… Y me sentí tan mal por verle así que…”, relata. El día de esa agresión Cristina, que hoy acaba de cumplir la mayoría de edad, tenía 15 años y llevaba seis meses saliendo con ese chico, de 16. Cuenta que al principio todo era “mágico”. Que el resto del mundo no existía para ellos. Pero gesto a gesto él la absorbió. Y la anuló mucho antes de levantarle la mano. Poco después, en una fiesta, una amiga vio como él le agarraba del pelo y le gritaba. “Estaba histérico y mi amiga se asustó. Me dijo que el tío era un bestia y que tenía que dejarle. En verdad no era nada comparado con otras veces y algo le conté; pero nunca hablamos de maltrato. Para mí, lo mío era otra cosa. Violencia de género es lo que les pasa a las mujeres mayores, casadas, adultas. Así pensaba yo”, dice con una sonrisa cansada.
Le costó entender que no. Que había muchas historias similares a la suya. En un año, de 2011 a 2012, los procesos judiciales por violencia machista en adolescentes se han incrementado un 30%. Han pasado de 473 a 632, según la Memoria de la Fiscalía General del Estado de 2013. Son los primeros datos claros y tangibles de este delito en menores —antes de esas fechas se recogían como violencia intrafamiliar—. Aunque los expertos avisan de que la cifra es solo una migaja de realidad, la que llega a los tribunales. Muchas familias no denuncian lo que les ocurre a las chicas. Otras no llegan a identificar la situación de maltrato.
Como A., de 14 años, que hace diez días fue asesinada a puñaladas por su exnovio, de 18 años, en su casa de Tàrrega (Cataluña). Ni la adolescente ni su familia habían denunciado al joven que terminó con su vida. La chica, que había roto con él hacía dos semanas, es la víctima mortal más joven de la violencia de género de este año, en el que los asesinos machistas han segado la vida de 39 mujeres. Desde que se empezaron a contabilizar las víctimas mortales del sexismo, en 2004, se han registrado dos casos en menores. El de A. y el de Almudena, que murió hace justo un año en El Salobral (Albacete) asesinada a tiros por el hombre de 40 con el que mantuvo una relación.
Son dos muestras extremas. Pero psicólogos, educadores y juristas resaltan que se están detectando, y produciendo, comportamientos y agresiones machistas a edades cada vez más tempranas. “En los jóvenes se reproducen roles que creíamos superados. Patrones en los que el chico es el dominante y ejerce esa dominación a través del control, y la chica adopta una actitud sumisa o complaciente”, describe Susana Martínez, presidenta de la Comisión de Estudio de Malos Tratos a Mujeres. Muchas de esas relaciones siguen basándose en el esquema tradicional del amor romántico en el que el hombre es fuerte y la mujer débil, dependiente, necesitada de protección. “Como en el cuento de la princesa que necesita que el príncipe la salve. Esas pautas, llevadas al extremo, pueden derivar en conductas violentas; pero aunque no lleguen a ello, esas relaciones están impidiendo que las chicas se desarrollen como agentes activos de la sociedad”, apunta Ana Bella Hernández, que preside una fundación de mujeres supervivientes a la violencia de género que lleva su nombre.
Alicia se adentró en ese cuento de princesas cuando tenía 14 años y empezó a salir con su primer novio, de 16. Recuerda que se sentía enamorada hasta el tuétano y que, aunque casi desde el principio él tenía enormes arrebatos de celos no lo vio mal. “Me sentía incluso halagada. Lo tomaba como si fuera mi caballero andante que estaba celoso porque me quería mucho”, cuenta. Esta joven rubia, de ojos ambarinos y gesto risueño prefiere no dar su nombre real. Cuenta que por aquel entonces su vida era él. Se escapaba de casa para verle, faltaba a clase. Con las semanas y los meses esos arrebatos de celos que acababan en discusiones e insultos dieron paso a los empujones, los escupitajos. También a la violencia sexual, muchas veces invisible en las estadísticas o en los estudios.
Estuvieron juntos hasta que ella cumplió 19. Ahora tiene 24. “Los episodios de violencia se sucedían. Pero ocurría, él me pedía perdón y yo le disculpaba… Incluso me llegaba a sentir culpable por haberle provocado, por haber hecho que se alterara de esa forma… Yo le amaba… O al menos eso creía”, cuenta Alicia. Una noche, a la salida de una discoteca, él le dio una paliza. La emprendió a patadas con la chica, le rompió una pierna y le provocó una lesión en el cuello. “Una amiga me llevó al hospital, me escayolaron y me tuvieron que poner un collarín”, relata. Cuando llegó a casa y le contó a su madre la verdad, la mujer sufrió una conmoción. No sabía nada.
La espiral de violencia había ido devorando a Alicia, poco a poco, sin que se diera cuenta. El entorno social y los propios jóvenes aún justifican determinadas actitudes sexistas. Como que los celos son una expresión del amor. Una afirmación con la que están de acuerdo el 33,5% de los chicos y el 29,3% de las menores. O que para tener una buena relación de pareja es deseable que la mujer evite llevar la contraria al hombre, como piensan el 12,2% de ellos y el 5,8% de ellas, según un estudio de 2010 sobre violencia de género en adolescentes encargado por el anterior Gobierno socialista.
Ese documento, elaborado por investigadores de la Universidad Complutense se podrá comparar con el estudio que publicará en las próximas semanas el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. El nuevo informe, que se basa en las conclusiones de las entrevistas a 8.000 jóvenes, y que aún está en proceso de análisis, confirma que los adolescentes inician las relaciones sentimentales cada vez antes —la edad media está en 13 años— y que son muy permeables a los estereotipos machistas que ven en casa, pero también a través del cine, la televisión, la música, la literatura…
Esos noviazgos tempranos no tienen por qué ser nocivos, explica Virginia Sánchez, profesora de Psicología Evolutiva de la Universidad de Sevilla. Tampoco conducir a situaciones violentas. Es positivo que los menores amplíen sus relaciones afectivas a través de esos vínculos, cree. Siempre y cuando la relación sea equilibrada en edad y basada en el respeto. Sin embargo, reconoce Sánchez, las relaciones entre los menores son cada vez más agresivas. “Hay mucha violencia verbal mutua que, si no se ataja, puede derivar en comportamientos más graves cuando se establecen los patrones de dominio y sumisión”, abunda. Porque esos patrones son importantes en una etapa en la que los menores están aprendiendo a resolver los conflictos.
Expertos como Sánchez y psicólogas como Olga Barroso, de la Fundación Luz Casanova —que tiene un programa para adolescentes que han sufrido violencia de género— remarcan que las nuevas tecnologías facilitan el contacto entre los menores pero también se emplean como mecanismos de control. “El WhatsApp, los mensajes, las redes sociales se usan para saber en todo momento dónde está el otro y su actitud. Después, cuando la relación se rompe también se emplean como instrumento de acoso”, destaca la presidenta de la Comisión de Estudio de Malos Tratos, que insiste en que bien usadas, esas herramientas pueden ser positivas.
Barroso explica que a esa edad los menores tienen aún difusa la idea de lo que es control y lo que es interés o preocupación. “La línea es fina y las situaciones muy sutiles. Por ejemplo, ¿es normal si tu novio te pide que le llames desde el teléfono fijo de tu casa para saber que has llegado bien y quedarse tranquilo? ¿O si te dice que le mandes un localizador cada vez que sales para ver donde estás o te pide que le enseñes el móvil para ver con quien te escribes?”, dice.
Para ellos eso son “pruebas de amor”, dice la educadora Nieves Salobral. Y, actualmente, el máximo de esos gestos es dar al otro la contraseña de acceso al correo electrónico, las redes sociales. Ceder la intimidad. Y eso es símbolo de amor. Porque, como explica Ana, una de las chicas asistida por Barroso, aman a su pareja. “Quizá sepas que no está bien, que los insultos o las agresiones no son lo correcto pero es tu novio, le justificas y no quieres verle mal. Solo deseas ayudarle para que deje de ocurrir…”, dice.
Pero sigue ocurriendo. Y muchas menores, como al principio hizo Cris, se niegan a cortar con la relación, y la mantienen a pesar de la oposición de sus amigos o familias. María B. cuenta con un hilo de voz que ha detectado que su hija, Gema, sigue en contacto con el chico con el que salía hasta hace unos meses. La chica, de 16 años, recibe ayuda psicológica desde que su familia detectó que sufría malos tratos por parte de su novio, el chico que hasta entonces les parecía modélico y con el que estaba desde los 14. “Al principio, cuando empezaron a salir me pareció hasta bien. El chico era muy educado, yo conocía a los padres…”, recuerda. Sin embargo, cuenta que llevaba un tiempo algo escamada porque percibía que Gema había dejado de salir con sus amigas, que discutía mucho con su novio. “Casi siempre por celos de él, aunque luego siempre lo arreglaban”, explica. Una noche, en plenas fiestas del pueblo, notó al llegar a casa que Gema tenía sangre en la ropa. Estaba muy nerviosa. Parecía que había discutido con el chico y que él se había ido. “Yo sabía que algo había pasado pero mi hija solo me repetía que había que localizarle, que tenía miedo de que le hubiera pasado algo”. Le llamó al móvil. Le preguntó y el adolescente reconoció que había pegado a Gema.
El mundo de María se derrumbó. No sabía qué hacer ni a quién recurrir. Habló con los padres del chico y buscó ayuda para su hija. “No lo denuncié porque los dos son menores y la familia de él se ha involucrado, pero llegué a plantearme si estaba exagerando. Si no sería solo cosa de chiquillos… Pero no. Y me alegró de haber actuado”, dice. A pesar de todo, admite entre sollozos que se siente culpable por no haberlo sabido antes. Por haber acogido al chico en su casa. Por no haber advertido más a su hija la primera vez que ella le mencionó el asunto de los celos.
Gema está ahora recibiendo el tratamiento que a Laura (nombre supuesto) le costó años solicitar. Ayuda y apoyo sin los cuales, aunque la relación de violencia haya acabado, la pauta puede repetirse con otras parejas. Laura sufrió malos tratos por parte de su novio a los 15 años, pero hasta los 20 no fue consciente del lastre que acarreaba. Una mochila de sumisión que, sin llegar a las agresiones, la llevaba a escoger a chicos autoritarios y dominantes. También la situación que vivía en casa, donde también sufría abusos, jugó un importante papel. “Eso me empujó a los brazos de ese chico que yo veía como mi protector. Al principio me sentía genial, después…”, cuenta. Después, siguiendo el patrón de la mayoría de casos de violencia de género, llegaron los golpes.
En el caso de Laura fueron los padres de él quienes abrieron los ojos. “Un día que había consumido droga me pegó delante de ellos. Se montó una pelea tan tremenda que él llegó a pegar a sus padres”, relata Laura. La chica les contó entonces lo que ocurría y ellos la animaron a denunciar. No lo hizo por miedo a su propia familia. Sin embargo, los padres del chico sí le denunciaron por agresión hacia ellos. Y eso destapó que el joven tenía otras causas pendientes de robo con violencia. Fue condenado a dos años de cárcel. Laura no le volvió a ver. Ahora se dedica a la formación de profesionales sanitarios. Además, como Alicia, aún acude a los grupos de terapia para jóvenes, a las que explica su historia. “A esa edad no te identificas como víctima de maltrato”, dice Alicia. Y si lo haces, cree Ana, cuesta dar el paso y contarlo: “No quieres que a él le pase nada y tampoco quieres que tu familia sufra. Es complicado”.
Eso fue lo que le ocurrió a ella, hasta que él la agredió en plena calle. Insiste en que tenía toda la información, la ayuda y la confianza de sus padres. Alicia y Laura, sin embargo, creen que su historia sí se hubiera evitado con prevención. Una opinión similar a la de los expertos, que alertan de que falta educación afectiva y en igualdad en los colegios. También más implicación social de las familias. En definitiva, conocimiento para derribar los comportamientos y actitudes sexistas que se perpetúan en el siglo XXI, para desechar la idea de que los celos son el no va más del amor. Para aprender a identificar esos primeros signos que conducen a la espiral de la violencia machista.
Fuente: El País